En el año 1888 comenzó una nueva e interesante aventura para el que años más tarde sería mi abuelo Alberto Buholzer, ingeniero suizo dueño de una fábrica de sedas en Zurich. Uno de sus empleados Juan Kind se enroló para viajar a Chile, a la zona de la Araucanía, como colono. Alberto sabía que esto era todo un engaño del gobierno suizo y del gobierno chileno, ya que los araucanos defendían sus tierras desde hacía más de cuatrocientos años. Muchos ejércitos españoles habían infructuosamente intentado tomarse esta región, que con sus gigantescos bosques formados por milenarias araucarias daban una enorme protección a sus primitivos habitantes. Estas araucarias son toda un leyenda, ya reinaban en la época de los dinosaurios y con sus excelentes frutos, los piñones, dan alimentación a enormes cantidades de choroyes aves que viven casi de esta exclusiva comida. Las araucarias con sus piñones dieron además alimentación y mucha energía a los mapuches, estos fueron los habitantes milenarios de estas regiones de la Araucanía. Después de la cosecha de los piñones ellos los conservaban en el interior de los troncos huecos del pellín, que es una madera más densa que el agua y que sumergían en los arroyos cercanos, eran sus refrigeradores. Los araucanos o mapuches fueron toda una leyenda, ya que como disponían de una buena alimentación se hicieron invencibles. Alberto estaba seguro que los colonos que venían engañados a esta región de la Araucanía corrían un gran peligro. El regalo de las tierras y de herramientas no compensaba para nada estos riesgos y la barbaridad de despojar y matar a los araucanos era a criterio de Alberto una situación que no quería para su principal empleado altamente especializado en sedas quién, en ese tiempo, no sabía de tomar armas ni menos manejar el arado.
Su persuasión con el empleado no resultó, entonces decidió tomar el mismo barco que su empleado y acompañarlo hasta el puerto de Buenos Aires. Además que debía visitar una sucursal de ventas que tenían en esa ciudad de Argentina. Su ex empleado Juan viajó, con los demás colonos, en tercera clase y su patrón en la elegante primera clase. Por el camino Juan le presentó, a su patrón Alberto, a la hija mayor, de 18 años, de un matrimonio de colonos alemanes que viajaban también al sur de Chile que se llamaba Rosina Schraub. Rosina era de una hermosura indescriptible, por ella fue que Alberto se olvidó de todas las enormes responsabilidades que tenía en Argentina y en Suiza y decidió seguir acompañando a la caravana de los colonos a Chile. Le “pidió la mano a su Rosina” y se propuso hacer desistir de esta loca aventura y traer de vuelta a Suiza a su empleado y ahora a su novia, con sus padres, su hermana de 16 años y su hermano de 12. No pudiéndolos convencer decidió acompañarlos al sur de Chile sólo para que se convencieran del engaño de que eran objeto.
Mi abuela me contaba, con sus ojitos llenos de lágrimas que el viaje en barco hasta Buenos Aires fue largo, pero increíblemente más penoso y pesado resultó el viaje desde Buenos Aires a Santiago de Chile con una distancia de 1600 kilómetros, viajando en unas carretas tiradas por bueyes. Después de llegar a Santiago de Chile debieron recorrer, en las mismas carretas, otros 700 kilómetros de Santiago hasta una ciudad del sur de Chile llamada Traiguén. Este fue otro horrendo viaje, ya que se efectuó no mediante la prometida caravana tirada por caballos, sino por varias yuntas de bueyes, los caminos para esas regiones sureñas eran horribles, ya que llovía casi todo el año y eran solo de tierra, el ripio o las piedras de río aún no se usaban. Solo se podía viajar en carretas a menos velocidad que el de una persona caminando lentamente. Todo este trayecto de setecientos kilómetros resultó de varios meses. Por el camino, poco antes de llegar a la meta, se enfermó Esperanza la hermana menor de Rosina, de solo 16 años.
En un poblado, donde descansaban de la interminable marcha, les informaron que había un “Doctor” recién llegado a esta región, lo localizaron e hicieron que atendiera a la hermosa enfermita. Al día siguiente el “Doctor” se acercó a la caravana y les planteó que era mejor que dejaran a Esperanza en su casa. Temiendo que se podría agravar, la dejaron encargada en casa de este, seudo médico embaucador de la medicina, un charlatán que engañaba a medio mundo y además decía que era su esposa una mujer que los vecinos de él decían conocer muy poco. Como era una costumbre de esa época no la dejaba hablar con nadie y además ella no era de la zona. El compromiso con el charlatán fue que Alberto volvería a buscar a la enfermita en un par de días más. Llegó la caravana a Traiguén, les dieron terreno a orillas de un río en lo que hoy se conoce como Galvarino. Alberto volvió, ahora a caballo, a buscar a la enferma y grande fue su sorpresa, ya que el charlatán que se hacia pasar por médico, se había ido del lugar llevándose a Esperanza y a la otra mujer, que al decir de los vecinos, también era una secuestrada. Todo indicaba que se dedicaba a secuestrar mujeres para venderlas, en las casas de prostitución. Mi abuelo Alberto, como disponía de dineros y de protección del Consulado Suizo organizó un grupo de diez campesinos a caballo que trabajaban día y noche tratando de encontrar una pista que sirviera para encontrar a Esperanza. Desgraciadamente todo este alevoso delito lo hizo el bandido sin dejar rastro alguno.
El día 16 de Marzo de 1889 se casa Alberto con Rosina, con una enorme pena de por medio, en la ciudad de Traiguén. Ahora no podía volver Rosina a Suiza, ya que se juramentaron de no hacerlo hasta encontrar a Esperanza. El grupo de diez personas dedicadas a la búsqueda subió a quince y después a veinte; fueron realmente la primera policía organizada con fines humanitarios en la región. Mi abuelo se recordaba de la forma como funcionaba la policía en su país, entonces estableció que se guiaran por algunos de los reglamentos de la ejemplar policía Suiza. Trabajaron pagados por Alberto más de seis años en la búsqueda de Esperanza y de paso ayudaban a otras personas que eran objeto de abusos por los infaltables facinerosos. Posteriormente, algunos años después, aparecieron otros grupos que cobraban dinero para “limpiar de indios” los terrenos entregados a los colonos. Estos seudo policías se dedicaban a matar mapuches a mansalva, entre los que dirigía a estos grupúsculos había un reconocido bandido que se hacía pasar por aristócrata diciendo que descendía de familias europeas ilustres. Mi abuelo, como venía de Europa no se dejaba embaucar fácilmente. Además Alberto era un hombre con una formación cultural que no soportaba, por ningún motivo, los argumentos de que matar indios no era un acto criminal. Era un hombre que había conocido muchos lugares del mundo. Había visto en la China, con la que mantenía contacto en su fábrica de sedas, a hombres de gran capacidad, a personas muy humanitarias y que físicamente eran casi exactamente como estaban formados los araucanos, tanto el color de su piel como sus pómulos sobresalientes y la forma de sus ojos era muy parecida. Él pensaba que los chinos eran de origen araucano, o vise versa. Nunca ocupó las armas que le entregó el gobierno chileno a cada colono para que “limpiara su terreno.”
Muchos años después de esta historia, Juan Kind, teniendo más de 90 años, nos invitó a mi y a un grupo de profesores a un banquete en su latifundio. En esa oportunidad me mostró una carabina con el nombre de mi abuelo y me la quería entregar solemnemente. Le dije, si mi abuelo no la quiso usar jamás, yo tengo ahora mayores razones para no desearla. Entonces partió con su discurso. “Eres tan ingenuo como tu abuelo. Yo era también de esas creencias cuando estaba en Suiza. Pero aquí en América se tiene que aprender a vivir de otra manera. Este es otro mundo, aquí no se puede ser bonachón.” Y continuó su largo discurso ante más de veinte de mis colegas profesores del Liceo de Hombres de Temuco que andábamos tomando exámenes a los colegios privados en esa región. “Imagínate, tu abuelo gastó varios millones de dólares, que pedía por medio del consulado suizo a Zurich, en muchas tonterías, entre otras: la fundación de una imprenta para convencer y convertir al humanismo civilizado, a los semi analfabetos y a los colonos a que debían comportarse con la así llamada decencia europea. El pobre de tu abuelo, no se daba cuenta de como había de comportarse para hacerse de dinero en este nuevo mundo. Las autoridades chilenas recién habían llegado a un “convenio” con los mapuches. Los araucanos debían irse de las márgenes del río Cautín. Debían salir del valle entre el río y el cerro Ñielol. Al que no lo hizo lo llevaron como esclavo a las minas de los lavaderos de oro, hasta que dejaron finalmente este inmenso valle para los fines militares. Después cambiaron de opinión por ser esta región peligrosa para ellos. Con cientos de miles de dólares Alberto compró al gobierno chileno parte de estos terrenos, donde se extendió ahora Temuco. Regaló terrenos, para edificar, al que se lo pidiera. ¿Tú crees que alguno de esos le agradece? Tu abuelo fue tomado por un hombre bonachón y tonto. Hay que llevarle algún cuento y sacarle plata al gringo, era lo que se escuchaba en muchos rincones. A mí me regaló ese otro terreno, que le habían dado a él como colono, que está al otro lado del río. Por supuesto que yo me lo merecía, había sido un empleado suyo durante casi diez años. Lo junté con el que le regalaron a los padres de Rosina y a los terrenos que me regalaron a mí y como tú sabes no tengo tiempo suficiente para conocer en detalle la extensión de todos mis campos. Tu abuelo se hizo millonario en Europa comerciando en sedas con China. Yo gané dineros, como muchos otros colonos, con los métodos precisos que había que usar aquí en el Sur de Chile. Esta gente, de origen indiano, no es que no sirva para nada. Ellos solo pueden cuidar animales, son excelentes para criar chanchos, pero Alberto creía que podían como nosotros sacar cuentas o aprender a leer. Ahora claro hay algunos que pueden llegar a la escuela, pero eso es porque se han cruzado las razas con las de europeos. Mi nieto Juanito, que fue compañero tuyo de internado y después como colega ya me ha informado de lo rebelde que son tus ideas. Por eso he hablado tan largo y he sacrificado estas perdices, que son de mi propio criadero, no por tus creencias, ni las de Alberto. Lo hago solo por el recuerdo a Alberto quién murió pensando que yo, su mejor empleado, me había convertido, de ser un hombre europeo, en un asesino de mapuches. Esta era su opinión que me la decía siempre que nos juntábamos”.
Terminado este discurso, nadie dijo nada, como tampoco nadie aplaudió para nada. Él hablaba a un público de una nueva cultura, de una cultura globalizada, para mis colegas era penoso escuchar a este anciano que creía que tenía el reconocimiento de la nueva sociedad, por lo bien que había realizado las cosas en su vida. Alberto perdió dinero, pero murió con su conciencia muy tranquila. Su amigo con sus discursos quería justificar lo injustificable. Tenía su conciencia comprometida con su pasado. Temía a la muerte, ya que creía que tendría algún juicio después de su muerte. Alberto le recordó más de una vez, según me contó mi abuela Rosina: “en tú juventud, cuando eras empleado de mi fábrica “Chineseide”, formulabas en tus discursos para los trabajadores diciéndoles que todos éramos iguales. Que no se dejen explotar por Alberto Buholzer. Y cuando yo te expliqué que yo también, siendo tu patrón, participaba de tus ideas de que felizmente todos nacemos iguales, nos hicimos amigos”. Mi abuela me agregaba, “ahora cuando se encuentran solo discuten sobre este tema. De amigos se han convertido casi en enemigos. Alberto creía en la igualdad de todas las razas y Juan ha cambiado totalmente su alma, dicen que vendió su alma al diablo, pero yo no creo en estas cosas. Lo que creo es que solo piensa en ganar dinero y esto lo ha transformado en otro tipo de ser humano.” Esa era la opinión de mi Abuela.
Juan Kind en su vejez tenía una lucidez mental que le hacía recordar el pasado con toda claridad. Su enfermedad era que fue transplantado de un estado de conciencia a otro. Todos los transplantes, hasta los del alma, tienen su rechazo y él sufría las consecuencias de este rechazo. Su remordimiento de conciencia aparecía cuando menos se lo imaginaba. Eso es lo que yo pienso en cuanto a estas insólitas invitaciones a comer perdices.
Raúl Buholzer
Su persuasión con el empleado no resultó, entonces decidió tomar el mismo barco que su empleado y acompañarlo hasta el puerto de Buenos Aires. Además que debía visitar una sucursal de ventas que tenían en esa ciudad de Argentina. Su ex empleado Juan viajó, con los demás colonos, en tercera clase y su patrón en la elegante primera clase. Por el camino Juan le presentó, a su patrón Alberto, a la hija mayor, de 18 años, de un matrimonio de colonos alemanes que viajaban también al sur de Chile que se llamaba Rosina Schraub. Rosina era de una hermosura indescriptible, por ella fue que Alberto se olvidó de todas las enormes responsabilidades que tenía en Argentina y en Suiza y decidió seguir acompañando a la caravana de los colonos a Chile. Le “pidió la mano a su Rosina” y se propuso hacer desistir de esta loca aventura y traer de vuelta a Suiza a su empleado y ahora a su novia, con sus padres, su hermana de 16 años y su hermano de 12. No pudiéndolos convencer decidió acompañarlos al sur de Chile sólo para que se convencieran del engaño de que eran objeto.
Mi abuela me contaba, con sus ojitos llenos de lágrimas que el viaje en barco hasta Buenos Aires fue largo, pero increíblemente más penoso y pesado resultó el viaje desde Buenos Aires a Santiago de Chile con una distancia de 1600 kilómetros, viajando en unas carretas tiradas por bueyes. Después de llegar a Santiago de Chile debieron recorrer, en las mismas carretas, otros 700 kilómetros de Santiago hasta una ciudad del sur de Chile llamada Traiguén. Este fue otro horrendo viaje, ya que se efectuó no mediante la prometida caravana tirada por caballos, sino por varias yuntas de bueyes, los caminos para esas regiones sureñas eran horribles, ya que llovía casi todo el año y eran solo de tierra, el ripio o las piedras de río aún no se usaban. Solo se podía viajar en carretas a menos velocidad que el de una persona caminando lentamente. Todo este trayecto de setecientos kilómetros resultó de varios meses. Por el camino, poco antes de llegar a la meta, se enfermó Esperanza la hermana menor de Rosina, de solo 16 años.
En un poblado, donde descansaban de la interminable marcha, les informaron que había un “Doctor” recién llegado a esta región, lo localizaron e hicieron que atendiera a la hermosa enfermita. Al día siguiente el “Doctor” se acercó a la caravana y les planteó que era mejor que dejaran a Esperanza en su casa. Temiendo que se podría agravar, la dejaron encargada en casa de este, seudo médico embaucador de la medicina, un charlatán que engañaba a medio mundo y además decía que era su esposa una mujer que los vecinos de él decían conocer muy poco. Como era una costumbre de esa época no la dejaba hablar con nadie y además ella no era de la zona. El compromiso con el charlatán fue que Alberto volvería a buscar a la enfermita en un par de días más. Llegó la caravana a Traiguén, les dieron terreno a orillas de un río en lo que hoy se conoce como Galvarino. Alberto volvió, ahora a caballo, a buscar a la enferma y grande fue su sorpresa, ya que el charlatán que se hacia pasar por médico, se había ido del lugar llevándose a Esperanza y a la otra mujer, que al decir de los vecinos, también era una secuestrada. Todo indicaba que se dedicaba a secuestrar mujeres para venderlas, en las casas de prostitución. Mi abuelo Alberto, como disponía de dineros y de protección del Consulado Suizo organizó un grupo de diez campesinos a caballo que trabajaban día y noche tratando de encontrar una pista que sirviera para encontrar a Esperanza. Desgraciadamente todo este alevoso delito lo hizo el bandido sin dejar rastro alguno.
El día 16 de Marzo de 1889 se casa Alberto con Rosina, con una enorme pena de por medio, en la ciudad de Traiguén. Ahora no podía volver Rosina a Suiza, ya que se juramentaron de no hacerlo hasta encontrar a Esperanza. El grupo de diez personas dedicadas a la búsqueda subió a quince y después a veinte; fueron realmente la primera policía organizada con fines humanitarios en la región. Mi abuelo se recordaba de la forma como funcionaba la policía en su país, entonces estableció que se guiaran por algunos de los reglamentos de la ejemplar policía Suiza. Trabajaron pagados por Alberto más de seis años en la búsqueda de Esperanza y de paso ayudaban a otras personas que eran objeto de abusos por los infaltables facinerosos. Posteriormente, algunos años después, aparecieron otros grupos que cobraban dinero para “limpiar de indios” los terrenos entregados a los colonos. Estos seudo policías se dedicaban a matar mapuches a mansalva, entre los que dirigía a estos grupúsculos había un reconocido bandido que se hacía pasar por aristócrata diciendo que descendía de familias europeas ilustres. Mi abuelo, como venía de Europa no se dejaba embaucar fácilmente. Además Alberto era un hombre con una formación cultural que no soportaba, por ningún motivo, los argumentos de que matar indios no era un acto criminal. Era un hombre que había conocido muchos lugares del mundo. Había visto en la China, con la que mantenía contacto en su fábrica de sedas, a hombres de gran capacidad, a personas muy humanitarias y que físicamente eran casi exactamente como estaban formados los araucanos, tanto el color de su piel como sus pómulos sobresalientes y la forma de sus ojos era muy parecida. Él pensaba que los chinos eran de origen araucano, o vise versa. Nunca ocupó las armas que le entregó el gobierno chileno a cada colono para que “limpiara su terreno.”
Muchos años después de esta historia, Juan Kind, teniendo más de 90 años, nos invitó a mi y a un grupo de profesores a un banquete en su latifundio. En esa oportunidad me mostró una carabina con el nombre de mi abuelo y me la quería entregar solemnemente. Le dije, si mi abuelo no la quiso usar jamás, yo tengo ahora mayores razones para no desearla. Entonces partió con su discurso. “Eres tan ingenuo como tu abuelo. Yo era también de esas creencias cuando estaba en Suiza. Pero aquí en América se tiene que aprender a vivir de otra manera. Este es otro mundo, aquí no se puede ser bonachón.” Y continuó su largo discurso ante más de veinte de mis colegas profesores del Liceo de Hombres de Temuco que andábamos tomando exámenes a los colegios privados en esa región. “Imagínate, tu abuelo gastó varios millones de dólares, que pedía por medio del consulado suizo a Zurich, en muchas tonterías, entre otras: la fundación de una imprenta para convencer y convertir al humanismo civilizado, a los semi analfabetos y a los colonos a que debían comportarse con la así llamada decencia europea. El pobre de tu abuelo, no se daba cuenta de como había de comportarse para hacerse de dinero en este nuevo mundo. Las autoridades chilenas recién habían llegado a un “convenio” con los mapuches. Los araucanos debían irse de las márgenes del río Cautín. Debían salir del valle entre el río y el cerro Ñielol. Al que no lo hizo lo llevaron como esclavo a las minas de los lavaderos de oro, hasta que dejaron finalmente este inmenso valle para los fines militares. Después cambiaron de opinión por ser esta región peligrosa para ellos. Con cientos de miles de dólares Alberto compró al gobierno chileno parte de estos terrenos, donde se extendió ahora Temuco. Regaló terrenos, para edificar, al que se lo pidiera. ¿Tú crees que alguno de esos le agradece? Tu abuelo fue tomado por un hombre bonachón y tonto. Hay que llevarle algún cuento y sacarle plata al gringo, era lo que se escuchaba en muchos rincones. A mí me regaló ese otro terreno, que le habían dado a él como colono, que está al otro lado del río. Por supuesto que yo me lo merecía, había sido un empleado suyo durante casi diez años. Lo junté con el que le regalaron a los padres de Rosina y a los terrenos que me regalaron a mí y como tú sabes no tengo tiempo suficiente para conocer en detalle la extensión de todos mis campos. Tu abuelo se hizo millonario en Europa comerciando en sedas con China. Yo gané dineros, como muchos otros colonos, con los métodos precisos que había que usar aquí en el Sur de Chile. Esta gente, de origen indiano, no es que no sirva para nada. Ellos solo pueden cuidar animales, son excelentes para criar chanchos, pero Alberto creía que podían como nosotros sacar cuentas o aprender a leer. Ahora claro hay algunos que pueden llegar a la escuela, pero eso es porque se han cruzado las razas con las de europeos. Mi nieto Juanito, que fue compañero tuyo de internado y después como colega ya me ha informado de lo rebelde que son tus ideas. Por eso he hablado tan largo y he sacrificado estas perdices, que son de mi propio criadero, no por tus creencias, ni las de Alberto. Lo hago solo por el recuerdo a Alberto quién murió pensando que yo, su mejor empleado, me había convertido, de ser un hombre europeo, en un asesino de mapuches. Esta era su opinión que me la decía siempre que nos juntábamos”.
Terminado este discurso, nadie dijo nada, como tampoco nadie aplaudió para nada. Él hablaba a un público de una nueva cultura, de una cultura globalizada, para mis colegas era penoso escuchar a este anciano que creía que tenía el reconocimiento de la nueva sociedad, por lo bien que había realizado las cosas en su vida. Alberto perdió dinero, pero murió con su conciencia muy tranquila. Su amigo con sus discursos quería justificar lo injustificable. Tenía su conciencia comprometida con su pasado. Temía a la muerte, ya que creía que tendría algún juicio después de su muerte. Alberto le recordó más de una vez, según me contó mi abuela Rosina: “en tú juventud, cuando eras empleado de mi fábrica “Chineseide”, formulabas en tus discursos para los trabajadores diciéndoles que todos éramos iguales. Que no se dejen explotar por Alberto Buholzer. Y cuando yo te expliqué que yo también, siendo tu patrón, participaba de tus ideas de que felizmente todos nacemos iguales, nos hicimos amigos”. Mi abuela me agregaba, “ahora cuando se encuentran solo discuten sobre este tema. De amigos se han convertido casi en enemigos. Alberto creía en la igualdad de todas las razas y Juan ha cambiado totalmente su alma, dicen que vendió su alma al diablo, pero yo no creo en estas cosas. Lo que creo es que solo piensa en ganar dinero y esto lo ha transformado en otro tipo de ser humano.” Esa era la opinión de mi Abuela.
Juan Kind en su vejez tenía una lucidez mental que le hacía recordar el pasado con toda claridad. Su enfermedad era que fue transplantado de un estado de conciencia a otro. Todos los transplantes, hasta los del alma, tienen su rechazo y él sufría las consecuencias de este rechazo. Su remordimiento de conciencia aparecía cuando menos se lo imaginaba. Eso es lo que yo pienso en cuanto a estas insólitas invitaciones a comer perdices.
Raúl Buholzer
Nota:
foto 1: 1953 Rosa Schraub Feldbausch de Buholzer, Clotilde Matamala, Marta Sepúlveda, Raúl Buholzer, en Valdivia.
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